No me gusta quejarme, pero a veces es inevitable. Simplemente los ruleros florecen en la cabeza y uno se encuentra, irremediablemente, con escoba en mano y ceño fruncido, rezongando.
Hoy me quejo, en voz baja pero sin cesar. Me quejo irracionalmente, sin pensar en lo que digo. Como una catarata de imágenes y palabras y rencores y tristezas que se amontonan y se empujan para salir. Entonces camino y me quejo. Me baño y me quejo. Como y me quejo.
Me quejo para adentro porque hasta me quejo de quejarme, y más bronca me agarra.
La culpa nunca es mía, por supuesto, sino del teléfono presilábico, de la baldosa floja, de la ausencia, de la inmensidad del territorio argentino, de la lejanía, de la heladera desabrida, del maquillaje de ayer, de la película ya alquilada, de la noche soleada, de un amigo borracho, de la novia de otro, de la cerveza a veinte pesos, de saberte cerca físicamente, del calor y la lluvia, del partido del domingo, de los aviones que despegan, de ni siquiera saber que pasaría, del eterno fantasma, de los porteños, del azúcar, de la falta de oportunidades para conocernos y la mar en coche (o matar la noche)...
4 comentarios:
ufffffffff lady faso!
Am I? no siempre puedo ser espléndida, graciosa y humilde! juajauajaujau
pero pero pero...
jaja
captas el espíritu, siempre ah
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