sábado, 24 de octubre de 2009

Say no more

Ya no quedan casualidades buenas. La culpa es mía que las gasté muy rápido...
dijo Anna, mientras pensaba en Otto.

Cuando era chiquita y hablaba mucho mi primo me decía "tené cuidado Aguita, que sólo podemos decir mil palabras en toda la vida: las palabras se gastan". Con eso él conseguía unos minutos de silencio, mientras yo apretaba los labios con pánico de desperdiciar las pocas palabras que me quedaban. Después me olvidaba y seguía hablando como una cotorra, como siempre.
Hoy, un poco menos ingenua, sé que las palabras no se gastan (o eso creo); pero la sensación de vacío que sentía en esos momentos a veces me invade y me satura. No es el anoticiarse de un fin en sí mismo, sino tener la certeza de que el fin va a llegar, y que es inevitable. Es la espera del fin lo que me paraliza. Un fin de cualquier orden, que remite, por supuesto, al fin último. La única certeza es que va a terminar, y nada más sabemos.
Por eso a veces me apuro, corro, como si pudiese adelantar la espera. Cuando me freno y miro me encuentro esperando, inexorablemente: tratando de evitar lo inevitable.
Pienso que lo que tiene que llegar va a llegar, pero mientras tanto podemos tomarnos un helado. Si hay que esperar por lo menos que sea con mostaza y sin lágrimas. Y no quememos tan rápido nuestros cartuchos, que la vida está en pañales carajo mierda!

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